¡¡¡LLEGA OTRO MES Y ... OTRA SECUENCIA!!!
SECUENCIA
DIDÁCTICA Nº 2
“PRÁCTICAS
DEL LENGUAJE”.
EL
CUENTO POPULAR
2
/ 5 / 22
TEXTOS
PARA DISFRUTAR…
* *Realizamos
intercambios orales referentes al concepto: “cuentos tradicionales”.
¿Qué
entendemos?
*Leemos:
“Cuentos
con tres deseos”.
-
¿Quién no ha pedido alguna vez un deseo o ha fantaseado tan solo con la
posibilidad de hacerlo?
-Si pudieras pedir tres deseos, ¿qué pedirían? Pensamos bien, no vaya a
ser que se nos conceda algo que no queramos...
“Los
deseos ridículos, Charles Perrault”.
Los
deseos ridículos Charles Perrault En lo profundo de lo profundo del bosque, en
una casita tan destartalada que a duras penas lograba sostenerse en pie, vivía
un pobre leñador con su mujer.
Cada
día se levantaba al alba y trabajaba sin descanso hasta el atardecer recogiendo
leña, la que cambiaba en el pueblo por un poco de harina, de sal o de
legumbres. Por las noches las cigarras rodeaban la casa y canturreaban sus
historias antiguas, mientras que adentro ardía un fuego bueno y la sopa olía a
hierbas recién cortadas.
El
leñador y su mujer, sin embargo, no eran felices (o a lo mejor lo eran y no se
daban cuenta). En lugar de contentarse con lo que era, añoraban lo que no era,
soñando con una vida menos esforzada. Y como el tiempo fue pasando sin que la
fortuna golpeara a la puerta, los sueños se les llenaron de rezongos.
—¡Qué
largos son mis días de trabajo, y que corta mi suerte! –se quejaba el leñador–
¡Y qué cansado estoy! Debe ser por el hacha. Está tan vieja la pobre que cada
vez tengo que esforzarme más para cortar una rama. Ojalá pudiera comprarme una
nueva.
—Y yo…
si tan solo pudiera alguna vez vestirme como viste la marquesa y pasearme por
el pueblo con aires de gran señora –suspiraba la mujer.
Y así
pasaban sus días –y sus noches– deseando y deseando en vano, pues su pobreza
seguía tan flaca como siempre.
Cierto
día en que regresaba a su casa resoplando bajo el peso de un enorme atado de
leña, el leñador tropezó y cayó de bruces en el suelo. Sintiéndose entonces el
ser más desdichado de la faz de la Tierra, comenzó a quejarse amargamente a los
Cielos.
—Héme
aquí tirado, el más desgraciado de los hombres. No sé quiénes serán los que
gobiernan mi fortuna, pero sin duda se trata de seres que carecen de corazón.
¡No se han dignado a concederme tan siquiera el más insignificante de los
muchos deseos que les he pedido en todos estos años!
En ese
momento, el cielo se cubrió de nubarrones tan espesos que la noche cayó sobre
el bosque.
—¡Solo
esto me faltaba! Va a llover y yo en el medio del bosque –continuó lamentándose
el leñador.
Apenas
terminó de pronunciar estas palabras un relámpago partió el cielo en dos
pedazos y un trueno retumbó en el páramo, y a través del trueno se oyó una voz.
—¡Ya bastaaa!
¡Basta de tanta queja!
El
leñador, aturdido, no podía creer a sus ojos (ni a sus oídos). Una nube bajó y
bajó, y cuando estuvo tan cerca de él que podía tocar las pequeñas gotas que la
formaban, salió de ella un hombre muy alto de túnica blanca y con el ceño
visiblemente fruncido. Llevaba en sus manos un rayo resplandeciente.
Habrán
de saber que por aquel bosque aún merodeaban los dioses antiguos, aquellos que
la gente había olvidado hacía largo tiempo, y que el enigmático aparecido no
era otro que el mismísimo Júpiter, el más poderoso de todos ellos, que había
decidido descender del Olimpo para acallar las quejas que no lo dejaban dormir.
—¡Te
quejas con tanta fuerza que es imposible pegar un ojo! ¡Deja ya de lamentarte,
buen hombre, y dime de una buena vez qué es lo que deseas! –dijo el desconocido
estregándose los ojos.
—Na…nada deseo, señor, nada. Ni rayos ni truenos ni nada de lo que usted
tiene para ofrecer –contestó el leñador tartamudeando por el susto.
—Deja
de temblar y presta atención. Yo soy Júpiter, señor del Cielo y de la Tierra, y
he venido a aliviar tus penas. Es por eso que voy a concederte los tres
primeros deseos que formules.
—¿En
verdad tienes ese poder?
—Ese, y
muchos más. No olvides mis palabras: los tres primeros deseos que pronuncies
con verdadero fervor se cumplirán de inmediato, sean los que fueren. Pero no
expreses tus deseos a la ligera. Regresa a tu casa y piénsalos bien, pues no te
daré sino tres, y tu felicidad depende de ellos. Verás que no resulta fácil
escoger un deseo cuando se sabe que se va a cumplir.
Pronunciadas
estas palabras, Júpiter desapareció en su nube, y el día volvió a ser claro y
brillante.
El
leñador, loco de contento, echó a su espalda el haz de leña, que ahora no le
pareció en absoluto pesado, y llevado por las alas de la alegría, volvió a su
casa en un santiamén, dando grandes pasos y saltos.
Y a los
saltos entró en su cabaña, gritando: —Mujercita mía, enciende una buena lumbre
y prepara abundante cena pues somos ricos, ¡pero muy ricos!; y tanta es nuestra
dicha que todos nuestros deseos se verán por fin realizados.
Y
entonces, punto por punto, le contó todo lo sucedido a su esposa, cuyos ojos se
iban encendiendo más y más a medida que escuchaba el relato.
—Ahora podré dejar esta miserable choza y
mudarme a un palacio. Pero qué digo un palacio, ¡voy a pedir el palacio de la
mismísima marquesa! Ahí desayunaré cada mañana pastelitos de crema y leche
tibia con caramelo –decía la mujer, sin saber a ciencia cierta si tales
manjares existían.
—Yo
quisiera que la casa tuviera un techo que no gimiese y gotease cada vez que
caen tres gotas. Y una alacena repleta de hormas de queso y de vino bien
estacionado! –soñaba por su lado el marido…
—¡Joyas
y vestidos! ¡Polvos y perfumes!
—Un
hacha que no se oxide ni se desafile nunca. ¡Y un buen sacón de piel para no
sentir frío cuando salgo al bosque en el invierno!
—Y por
cierto que no he de estropear mis zapatos nuevos andando por el barro. Iré en
carruaje, como corresponde a una marquesa…
—Me
vendría bien una mula bien robusta para cargar la leña de vuelta. Ya no soy tan
joven…
En ese
momento la mujer miró a su marido con sorpresa y también con cierto desdén,
pues pensó que sus deseos se habían quedado un tanto pequeñitos.
Quedaron mirándose en silencio por un breve instante, al cabo del cual
ella dijo: —No nos dejemos llevar por la impaciencia. Dejemos para mañana
nuestro primer deseo, consultándolo antes con la almohada, que es buena
consejera.
—Estoy
de acuerdo –respondió el hombre.
–Mientras tanto, celebremos esta noche. Anda, aviva el fuego que yo
traeré el vino añejo que guardo para las grandes ocasiones.
La
pareja bebió alegremente el vino y compartió unas rebanadas de pan mientras
seguía haciendo castillos en el aire.
Mientras hablaban, la mujer tomó unas tenazas y atizó el fuego; y viendo
los leños encendidos dijo distraídamente:
—¡Con
estas brasas tan buenas, qué bien vendría una buena vara de morcilla!
—Es verdad,
mujer. ¡Ojalá tuviéramos una aquí mismo!
Tan
pronto como terminó de pronunciar esas palabras, cayó por la chimenea una
morcilla muy grande, causando un gran alboroto de chispas por toda la
habitación.
Al
instante la mujer lanzó un grito de indignación. ¡Habían malgastado el primer
deseo en una simple morcilla! Y entonces, hecha una furia, porque a su juicio
la torpeza correspondía a su marido, la emprendió contra el pobre con las
palabras más hirientes que pudo encontrar.
—¡Qué
necio eres! Se podría pedir un palacio, oro, collares de perlas, carruajes,
vestidos… ¿Y no se te ocurre desear más que una morcilla?
—Pero
mujer, ¡no he hecho más que repetir lo que tú misma acabas de decir! –se
defendió el hombre.
—¡Una
morcilla! De morcilla hay que tener rellenos los sesos para hacer lo que has
hecho tú.
Al
escuchar estas y otras injurias, el esposo, más de una vez, se sintió tentado
de formular un deseo mudo. Y, dicho entre nosotros, habría sido lo mejor que hubiera
podido hacer.
Al
fin, viendo que su mujer no cesaba en sus agrias palabras, perdió la paciencia
y gritó furioso:
—¡Maldita sea la morcilla que te ha desatado la lengua! Quiera el Cielo
que se te vuelva morcilla la nariz para que te calles de una buena vez.
Dicho y
hecho, la nariz de la mujer se transformó al punto en una morcilla que al
colgarle por sobre la boca no la dejaba hablar con naturalidad, y menos aún
gritar.
Hubo
entonces unos instantes de silencio. El leñador miraba fijamente el fuego con
la boca abierta mientras se rascaba el cogote, cosa que hacía cada vez que
tenía que concentrarse en sus pensamientos. A su lado, la mujer hacía unas
morisquetas muy graciosas mientras se ponía bizca tratando de ver su nueva
nariz. Un rayo de luna se coló por la ventana y se reflejó en la tersa
morcilla. ¡Ya se podrán imaginar el efecto de tal prodigio sobre el rostro de
aquella mujer!
“Con el
deseo que me queda –pensaba el hombre– podría convertirme en rey, pero hay que
pensar la tristeza que tendría la reina cuando, al sentarse en su trono, se
viera con la nariz más larga que una vara. Voy a ver qué dice y que decida
ella: si prefiere convertirse en una reina y conservar esa horrible nariz o
quedarse de simple leñadora con la nariz corriente, como las demás personas,
tal como la tenía antes de la desgracia.”
En
estas cavilaciones andaba el leñador cuando su mujer, ya apaciguada, rompió el
silencio.
—¿Y
bien? ¿Qué haremos ahora? –dijo en un murmullo, aunque resultaba difícil
tomarla en serio, porque al hablar la morcilla bailoteaba por su rostro como
una marioneta.
—Nos
queda solo un deseo. Puedo pedir transformarme en rey, y a tí en reina. O bien
puedo devolverte tu nariz. Elige, mujer: o reina con esa nariz, o leñadora con
la nariz con la que viniste al mundo.
—Pero…
¿qué clase de reina se pasea entre sus súbditos precedida de una nariz más
larga que una semana sin pan? Todos se van a reír de mí, lo sé, sobre todo la
marquesa.
—Cuando
se está coronada siempre se tiene la nariz bien hecha –replicó su marido
tratando de conformarla…
Mucho
discurrieron antes de tomar una decisión, pero como su mirada no podía
apartarse de la morcilla –que a cada gesto se movía como una rama a impulsos
del viento– prefirió la leñadora conservar las narices antes que hacerse reina
y fea.
Una vez
que el leñador hubo formulado el tercer deseo, su mujer corrió a mirarse en el
espejo, donde comprobó con alegría que había recuperado su nariz. Y tocándosela
una y otra vez, como si temiera perderla de nuevo, sentenció.
—Tal
vez hubiéramos sido más desgraciados siendo más ricos de lo que somos en este
momento. Es mejor no desear nada y tomar las cosas como vienen. Mientras tanto,
comámonos la morcilla, puesto que es lo único que nos queda de los tres deseos.
El
marido pensó que su mujer tenía razón, y cenaron alegremente, sin volver a
preocuparse por las cosas que habrían podido desear.
La expresión típica de los cuentos “Érase
una vez” la utilizó Perrault por primera vez en la historia en 1694 en Les
souhaits ridicules (Los deseos ridículos) aunque estas palabras están recién en
el verso 21. Más tarde, el mismo autor retomó la misma expresión para abrir su
primer cuento maravilloso titulado Piel de asno.
*Escuchamos
el audio con la lectura del cuento:
https://soundcloud.com/deppba/los-deseos-ridiculos
*Sesión
de intercambios orales acerca de lo leído.
*Se
indaga sobre las sensaciones que les causó el cuento.
*¿Qué
significa el término ambición? Releemos el párrafo en el que aparece escrita la
palabra, para analizar su posible significado en torno al contexto.
*Dibujamos.
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3
/ 5 / 22
ENSAYAMOS!!!!
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4º AÑO "B"
2 / 5 / 22
RECORDAMOS…
*Sesión de intercambios orales sobre el texto informativo.
*Leemos la siguiente noticia:
1-)Subrayamos en qué secciones de un diario podría aparecer esta noticia.
POLÍTICA - ESPECTÁCULOS - SOCIEDAD - ECONOMÍA -
INTERÉS GENERAL -
2-)Respondemos:
a-)¿Qué sucedió?
b-)¿Quiénes participaron?
c-)¿Dónde ocurrió?
d-)¿Cuándo?
3-)Subrayamos con color azul el tema principal y con verde el subtema.
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SECUENCIA DIDÁCTICA Nº 2
“PRÁCTICAS DEL LENGUAJE”.
EL CUENTO POPULAR
4 / 5 / 22
TEXTOS PARA DISFRUTAR…
* *Realizamos intercambios orales referentes al concepto: “cuentos tradicionales”.
¿Qué entendemos?
*Leemos:
“Cuentos con tres deseos”.
- ¿Quién no ha pedido alguna vez un deseo o ha fantaseado tan solo con la posibilidad de hacerlo?
-Si pudieras pedir tres deseos, ¿Qué pedirían? Pensamos bien, no vaya a ser que se nos conceda algo que no queramos...
“Los deseos ridículos, Charles Perrault”.
Los deseos ridículos Charles Perrault En lo profundo de lo profundo del bosque, en una casita tan destartalada que a duras penas lograba sostenerse en pie, vivía un pobre leñador con su mujer.
Cada día se levantaba al alba y trabajaba sin descanso hasta el atardecer recogiendo leña, la que cambiaba en el pueblo por un poco de harina, de sal o de legumbres. Por las noches las cigarras rodeaban la casa y canturreaban sus historias antiguas, mientras que adentro ardía un fuego bueno y la sopa olía a hierbas recién cortadas.
El leñador y su mujer, sin embargo, no eran felices (o a lo mejor lo eran y no se daban cuenta). En lugar de contentarse con lo que era, añoraban lo que no era, soñando con una vida menos esforzada. Y como el tiempo fue pasando sin que la fortuna golpeara a la puerta, los sueños se les llenaron de rezongos.
—¡Qué largos son mis días de trabajo, y que corta mi suerte! –se quejaba el leñador– ¡Y qué cansado estoy! Debe ser por el hacha. Está tan vieja la pobre que cada vez tengo que esforzarme más para cortar una rama. Ojalá pudiera comprarme una nueva.
—Y yo… si tan solo pudiera alguna vez vestirme como viste la marquesa y pasearme por el pueblo con aires de gran señora –suspiraba la mujer.
Y así pasaban sus días –y sus noches– deseando y deseando en vano, pues su pobreza seguía tan flaca como siempre.
Cierto día en que regresaba a su casa resoplando bajo el peso de un enorme atado de leña, el leñador tropezó y cayó de bruces en el suelo. Sintiéndose entonces el ser más desdichado de la faz de la Tierra, comenzó a quejarse amargamente a los Cielos.
—Héme aquí tirado, el más desgraciado de los hombres. No sé quiénes serán los que gobiernan mi fortuna, pero sin duda se trata de seres que carecen de corazón. ¡No se han dignado a concederme tan siquiera el más insignificante de los muchos deseos que les he pedido en todos estos años!
En ese momento, el cielo se cubrió de nubarrones tan espesos que la noche cayó sobre el bosque.
—¡Solo esto me faltaba! Va a llover y yo en el medio del bosque –continuó lamentándose el leñador.
Apenas terminó de pronunciar estas palabras un relámpago partió el cielo en dos pedazos y un trueno retumbó en el páramo, y a través del trueno se oyó una voz.
—¡Ya bastaaa! ¡Basta de tanta queja!
El leñador, aturdido, no podía creer a sus ojos (ni a sus oídos). Una nube bajó y bajó, y cuando estuvo tan cerca de él que podía tocar las pequeñas gotas que la formaban, salió de ella un hombre muy alto de túnica blanca y con el ceño visiblemente fruncido. Llevaba en sus manos un rayo resplandeciente.
Habrán de saber que por aquel bosque aún merodeaban los dioses antiguos, aquellos que la gente había olvidado hacía largo tiempo, y que el enigmático aparecido no era otro que el mismísimo Júpiter, el más poderoso de todos ellos, que había decidido descender del Olimpo para acallar las quejas que no lo dejaban dormir.
—¡Te quejas con tanta fuerza que es imposible pegar un ojo! ¡Deja ya de lamentarte, buen hombre, y dime de una buena vez qué es lo que deseas! –dijo el desconocido estregándose los ojos.
—Na…nada deseo, señor, nada. Ni rayos ni truenos ni nada de lo que usted tiene para ofrecer –contestó el leñador tartamudeando por el susto.
—Deja de temblar y presta atención. Yo soy Júpiter, señor del Cielo y de la Tierra, y he venido a aliviar tus penas. Es por eso que voy a concederte los tres primeros deseos que formules.
—¿En verdad tienes ese poder?
—Ese, y muchos más. No olvides mis palabras: los tres primeros deseos que pronuncies con verdadero fervor se cumplirán de inmediato, sean los que fueren. Pero no expreses tus deseos a la ligera. Regresa a tu casa y piénsalos bien, pues no te daré sino tres, y tu felicidad depende de ellos. Verás que no resulta fácil escoger un deseo cuando se sabe que se va a cumplir.
Pronunciadas estas palabras, Júpiter desapareció en su nube, y el día volvió a ser claro y brillante.
El leñador, loco de contento, echó a su espalda el haz de leña, que ahora no le pareció en absoluto pesado, y llevado por las alas de la alegría, volvió a su casa en un santiamén, dando grandes pasos y saltos.
Y a los saltos entró en su cabaña, gritando: —Mujercita mía, enciende una buena lumbre y prepara abundante cena pues somos ricos, ¡pero muy ricos!; y tanta es nuestra dicha que todos nuestros deseos se verán por fin realizados.
Y entonces, punto por punto, le contó todo lo sucedido a su esposa, cuyos ojos se iban encendiendo más y más a medida que escuchaba el relato.
—Ahora podré dejar esta miserable choza y mudarme a un palacio. Pero qué digo un palacio, ¡voy a pedir el palacio de la mismísima marquesa! Ahí desayunaré cada mañana pastelitos de crema y leche tibia con caramelo –decía la mujer, sin saber a ciencia cierta si tales manjares existían.
—Yo quisiera que la casa tuviera un techo que no gimiese y gotease cada vez que caen tres gotas. Y una alacena repleta de hormas de queso y de vino bien estacionado! –soñaba por su lado el marido…
—¡Joyas y vestidos! ¡Polvos y perfumes!
—Un hacha que no se oxide ni se desafile nunca. ¡Y un buen sacón de piel para no sentir frío cuando salgo al bosque en el invierno!
—Y por cierto que no he de estropear mis zapatos nuevos andando por el barro. Iré en carruaje, como corresponde a una marquesa…
—Me vendría bien una mula bien robusta para cargar la leña de vuelta. Ya no soy tan joven…
En ese momento la mujer miró a su marido con sorpresa y también con cierto desdén, pues pensó que sus deseos se habían quedado un tanto pequeñitos.
Quedaron mirándose en silencio por un breve instante, al cabo del cual ella dijo: —No nos dejemos llevar por la impaciencia. Dejemos para mañana nuestro primer deseo, consultándolo antes con la almohada, que es buena consejera.
—Estoy de acuerdo –respondió el hombre.
–Mientras tanto, celebremos esta noche. Anda, aviva el fuego que yo traeré el vino añejo que guardo para las grandes ocasiones.
La pareja bebió alegremente el vino y compartió unas rebanadas de pan mientras seguía haciendo castillos en el aire.
Mientras hablaban, la mujer tomó unas tenazas y atizó el fuego; y viendo los leños encendidos dijo distraídamente:
—¡Con estas brasas tan buenas, qué bien vendría una buena vara de morcilla!
—Es verdad, mujer. ¡Ojalá tuviéramos una aquí mismo!
Tan pronto como terminó de pronunciar esas palabras, cayó por la chimenea una morcilla muy grande, causando un gran alboroto de chispas por toda la habitación.
Al instante la mujer lanzó un grito de indignación. ¡Habían malgastado el primer deseo en una simple morcilla! Y entonces, hecha una furia, porque a su juicio la torpeza correspondía a su marido, la emprendió contra el pobre con las palabras más hirientes que pudo encontrar.
—¡Qué necio eres! Se podría pedir un palacio, oro, collares de perlas, carruajes, vestidos… ¿Y no se te ocurre desear más que una morcilla?
—Pero mujer, ¡no he hecho más que repetir lo que tú misma acabas de decir! –se defendió el hombre.
—¡Una morcilla! De morcilla hay que tener rellenos los sesos para hacer lo que has hecho tú.
Al escuchar estas y otras injurias, el esposo, más de una vez, se sintió tentado de formular un deseo mudo. Y, dicho entre nosotros, habría sido lo mejor que hubiera podido hacer.
Al fin, viendo que su mujer no cesaba en sus agrias palabras, perdió la paciencia y gritó furioso:
—¡Maldita sea la morcilla que te ha desatado la lengua! Quiera el Cielo que se te vuelva morcilla la nariz para que te calles de una buena vez.
Dicho y hecho, la nariz de la mujer se transformó al punto en una morcilla que al colgarle por sobre la boca no la dejaba hablar con naturalidad, y menos aún gritar.
Hubo entonces unos instantes de silencio. El leñador miraba fijamente el fuego con la boca abierta mientras se rascaba el cogote, cosa que hacía cada vez que tenía que concentrarse en sus pensamientos. A su lado, la mujer hacía unas morisquetas muy graciosas mientras se ponía bizca tratando de ver su nueva nariz. Un rayo de luna se coló por la ventana y se reflejó en la tersa morcilla. ¡Ya se podrán imaginar el efecto de tal prodigio sobre el rostro de aquella mujer!
“Con el deseo que me queda –pensaba el hombre– podría convertirme en rey, pero hay que pensar la tristeza que tendría la reina cuando, al sentarse en su trono, se viera con la nariz más larga que una vara. Voy a ver qué dice y que decida ella: si prefiere convertirse en una reina y conservar esa horrible nariz o quedarse de simple leñadora con la nariz corriente, como las demás personas, tal como la tenía antes de la desgracia.”
En estas cavilaciones andaba el leñador cuando su mujer, ya apaciguada, rompió el silencio.
—¿Y bien? ¿Qué haremos ahora? –dijo en un murmullo, aunque resultaba difícil tomarla en serio, porque al hablar la morcilla bailoteaba por su rostro como una marioneta.
—Nos queda solo un deseo. Puedo pedir transformarme en rey, y a tí en reina. O bien puedo devolverte tu nariz. Elige, mujer: o reina con esa nariz, o leñadora con la nariz con la que viniste al mundo.
—Pero… ¿qué clase de reina se pasea entre sus súbditos precedida de una nariz más larga que una semana sin pan? Todos se van a reír de mí, lo sé, sobre todo la marquesa.
—Cuando se está coronada siempre se tiene la nariz bien hecha –replicó su marido tratando de conformarla…
Mucho discurrieron antes de tomar una decisión, pero como su mirada no podía apartarse de la morcilla –que a cada gesto se movía como una rama a impulsos del viento– prefirió la leñadora conservar las narices antes que hacerse reina y fea.
Una vez que el leñador hubo formulado el tercer deseo, su mujer corrió a mirarse en el espejo, donde comprobó con alegría que había recuperado su nariz. Y tocándosela una y otra vez, como si temiera perderla de nuevo, sentenció.
—Tal vez hubiéramos sido más desgraciados siendo más ricos de lo que somos en este momento. Es mejor no desear nada y tomar las cosas como vienen. Mientras tanto, comámonos la morcilla, puesto que es lo único que nos queda de los tres deseos.
El marido pensó que su mujer tenía razón, y cenaron alegremente, sin volver a preocuparse por las cosas que habrían podido desear.
La expresión típica de los cuentos “Érase una vez” la utilizó Perrault por primera vez en la historia en 1694 en Les souhaits ridicules (Los deseos ridículos) aunque estas palabras están recién en el verso 21. Más tarde, el mismo autor retomó la misma expresión para abrir su primer cuento maravilloso titulado Piel de asno.
*Escuchamos el audio con la lectura del cuento:
https://soundcloud.com/deppba/los-deseos-ridiculos
*Sesión de intercambios orales acerca de lo leído.
*Se indaga sobre las sensaciones que les causó el cuento.
*¿Qué significa el término ambición? Releemos el párrafo en el que aparece escrita la palabra, para analizar su posible significado en torno al contexto.
*Dibujamos.
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6/ 5 / 22
PENSAMOS EN LA HISTORIA.
*Recordamos el cuento de los tres deseos.
*Plan de interrogantes a partir de la literatura.
*Pensamos y contestamos con nuestras palabras:
1-) El cuento se llama “Los deseos ridículos”. ¿Qué tienen de ridículos estos deseos?
2-) ¿En qué momento del cuento nos dimos cuenta de que algo raro iba a suceder con los tres deseos?
3-)¿Por qué el leñador no llega a pedir lo que realmente deseaba?
4-)Releemos el fragmento del cuento que inicia en el segundo párrafo (“Ahora podré dejar esta miserable choza…”) hasta que el narrador dice: “…pues pensó que sus deseos se habían quedado un tanto pequeñitos.”
5-) ¿Por qué nos parece que desean cosas tan distintas?
*Luego compartiremos nuestras respuestas y trataremos de defenderlas…
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